Malvados
Fueron inútiles todos los esfuerzos por cumplir a cabalidad con la evacuación total. Los malvados sortearon hasta el último día todas las búsquedas, desatendieron todos los llamados y dejaron pasar todos los transportes.
En la reunión del penúltimo día fue que decidieron que se embarcarían. ¿Qué los convenció? Lo que haya sido, sin embargo, no fue nada abrumador. Se lo tomaron con calma, a veces discutían lo mismo una y otra vez mientras se dirigían al sitio de embarque. La voz del líder no resonó como otras veces. Ante la duda vaciló en varias ocasiones. Al final inclinó su voto decisivo por la partida.
Estando a unos tres o cuatro kilómetros del lugar vieron a los últimos ya bastante lejos. Eran inalcanzables. Y no había ya nada que pudiera comprobar o detectar desde la embarcación, que ellos cinco se quedaron.
Los malvados se detuvieron y descansaron en la inmensidad de la sabana, a pocos metros de una laguna, con los inmensos cerros a lo lejos. Tomaron agua. El jefe sacó un pedazo de carne y de queso de su bolso, y se los comió lentamente, con la mirada perdida en el infinito.
Súbitamente, la laguna empezó a secarse desde la orilla hacia su centro y tuvo la sensación que los cerros del fondo empezaron a limarse desde sus cimas hacia sus bases. Sintió que quería vomitar como si se tratase de un acto regresivo del tiempo.
Todos percibieron que las ráfagas de viento se envolvían sobre sí mismas y caían rápidamente en la sabana. No sintieron miedo. Cada uno de ellos, a su manera, imaginó la forma y ejecución de lo inexorable. No los perturbó ni siquiera la idea de que no quedaría memoria de aquellos momentos.
Estaban exhaustos. Cedieron suavemente al dominio del sueño, tratando cada quien de ablandar el suelo para que recibiera armoniosamente sus cuerpos.
Otras ráfagas de viento pasaron por encima de ellos, lentamente, pero ahora sin envolverse sobre sí mismas y caer. Traían consigo el olor a cuerpos de mujer. Todos menos el jefe debieron percibirlo antes de ser vencidos por el sueño. El jefe, sorprendido, logró sentarse. Le pareció ver que los cerros lejanos avanzaban nuevamente hacia sus cimas. No podía asegurarlo. Antes de volver nuevamente a la tierra y caer rendido, no tuvo ninguna duda que las aguas de la laguna se devolvían apaciblemente hacia su antigua orilla.
En la reunión del penúltimo día fue que decidieron que se embarcarían. ¿Qué los convenció? Lo que haya sido, sin embargo, no fue nada abrumador. Se lo tomaron con calma, a veces discutían lo mismo una y otra vez mientras se dirigían al sitio de embarque. La voz del líder no resonó como otras veces. Ante la duda vaciló en varias ocasiones. Al final inclinó su voto decisivo por la partida.
Estando a unos tres o cuatro kilómetros del lugar vieron a los últimos ya bastante lejos. Eran inalcanzables. Y no había ya nada que pudiera comprobar o detectar desde la embarcación, que ellos cinco se quedaron.
Los malvados se detuvieron y descansaron en la inmensidad de la sabana, a pocos metros de una laguna, con los inmensos cerros a lo lejos. Tomaron agua. El jefe sacó un pedazo de carne y de queso de su bolso, y se los comió lentamente, con la mirada perdida en el infinito.
Súbitamente, la laguna empezó a secarse desde la orilla hacia su centro y tuvo la sensación que los cerros del fondo empezaron a limarse desde sus cimas hacia sus bases. Sintió que quería vomitar como si se tratase de un acto regresivo del tiempo.
Todos percibieron que las ráfagas de viento se envolvían sobre sí mismas y caían rápidamente en la sabana. No sintieron miedo. Cada uno de ellos, a su manera, imaginó la forma y ejecución de lo inexorable. No los perturbó ni siquiera la idea de que no quedaría memoria de aquellos momentos.
Estaban exhaustos. Cedieron suavemente al dominio del sueño, tratando cada quien de ablandar el suelo para que recibiera armoniosamente sus cuerpos.
Otras ráfagas de viento pasaron por encima de ellos, lentamente, pero ahora sin envolverse sobre sí mismas y caer. Traían consigo el olor a cuerpos de mujer. Todos menos el jefe debieron percibirlo antes de ser vencidos por el sueño. El jefe, sorprendido, logró sentarse. Le pareció ver que los cerros lejanos avanzaban nuevamente hacia sus cimas. No podía asegurarlo. Antes de volver nuevamente a la tierra y caer rendido, no tuvo ninguna duda que las aguas de la laguna se devolvían apaciblemente hacia su antigua orilla.
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