ENTRE FOGOSOS Y ALCALDE.
Ya había avanzado el periodo de su mandato, cuando el alcalde resolvió acentuar las intervenciones en público. No solo de èl, cabeza primaria y prístina (bueno esto para acuñarlo en una moneda, de poder hacerse) de la "bienaventurada transformaciòn", sino de algunos de sus funcionarios, seguramente los màs fogosos.
Mucha gente del pueblo, por la razón que fuese - que aquí a nadie eso le interesa - acudìa a las citas que ahora se convirtieron en cada tres días.
Daban discursos guionescos, claro, como suele suceder en las cosas de la política y a decir verdad resultaban casi como intimidantes cuando los daban los fogosos del alcalde. Muchos pensaban que la necesidad de mantenerse en sus cargos los hacían redoblar la búsqueda de insania en sus opositores, hallar triquiñuelas en adversarios que era màs difícil que en los propios, encontrar cuentas del pasado aùn pendientes, recordar borracheras trastabillantes con vómitos en la ropa y mire usted cuantas cosas le ofrece el ingenio si usted lo acaricia.
Servantino no estaba nada dado a presenciar a los fogosos ni al alcalde, pero miren que sì necesitaba periódicamente acudir a la plaza Central, nomàs para ver si las estructuras de los discursos seguían guales. A veces - y no era que se lo proponía - las charlas les resultaban muy simpáticas, habìa advertido que eran buenos jodedores cuando querìan (lo que le hacìa pensar que tambièn tenìan su corazoncito), pero lo màs importante era que podía etender, casi a la perfecciòn, las nuevas maldades que se traían entre manos.
Si no acudìa a la plaza Central, algo oìa en los altoparlantes colocados en otras plazas, en los mercados pùblicos, algunos lugares de comercio, estacionamientos y hasta en el bulevar que corrìa entre el rìo y las casas de la orilla.
A un cierto tiempo, Servantino tuvo una corazonada. Y entonces trataba de no oír discurso alguno y luego preguntaba ¿què dijeron hoy en la plaza Central? y una vez que le respondìan preguntaba ¿quièn lo dijo?
Dejaba pasar unos días y luego cuando sucedìan las cosas que èl temìa que pasaran, buscaba en su bloc de notas y marcaba unas señas. Inclusive, cuando intervenían algunos de los fogosos y también el alcalde, entonces preguntaba què había sido lo màs duro que cada quien había dicho y luego, al igual que cuando intervenía uno solo, marcaba con señas la relación entre el interviniente y los hechos que inexorablemente se verificaban.
Pasaron tres largos meses que el mismo Servantino se concedió para constatar lo que desde hacìa tiempo ya se le había presentado como una feroz coincidencia.
Lo de los fogosos resultaban pobres amenazas o malos augurios, aaunque en su momento resultasen los màs rechazados. El alcalde, no pocas veces de aspecto bonachón y una sonrisa fluida, hasta reputada como angelical por señoras del lugar, hablaba con cierta parsimonia, mucha elegancia y calidad en el lenguaje.
Esas circunstancias determinaban que lo que posteriormente a sus alocuciones inexorablemente se producía, parecía nada màs que una coincidencia.
El àngel de Servantino, observando al àngel perverso del alcalde, supo entonces cuàl era el origen de los males que aquejaban al pueblo.
Mucha gente del pueblo, por la razón que fuese - que aquí a nadie eso le interesa - acudìa a las citas que ahora se convirtieron en cada tres días.
Daban discursos guionescos, claro, como suele suceder en las cosas de la política y a decir verdad resultaban casi como intimidantes cuando los daban los fogosos del alcalde. Muchos pensaban que la necesidad de mantenerse en sus cargos los hacían redoblar la búsqueda de insania en sus opositores, hallar triquiñuelas en adversarios que era màs difícil que en los propios, encontrar cuentas del pasado aùn pendientes, recordar borracheras trastabillantes con vómitos en la ropa y mire usted cuantas cosas le ofrece el ingenio si usted lo acaricia.
Servantino no estaba nada dado a presenciar a los fogosos ni al alcalde, pero miren que sì necesitaba periódicamente acudir a la plaza Central, nomàs para ver si las estructuras de los discursos seguían guales. A veces - y no era que se lo proponía - las charlas les resultaban muy simpáticas, habìa advertido que eran buenos jodedores cuando querìan (lo que le hacìa pensar que tambièn tenìan su corazoncito), pero lo màs importante era que podía etender, casi a la perfecciòn, las nuevas maldades que se traían entre manos.
Si no acudìa a la plaza Central, algo oìa en los altoparlantes colocados en otras plazas, en los mercados pùblicos, algunos lugares de comercio, estacionamientos y hasta en el bulevar que corrìa entre el rìo y las casas de la orilla.
A un cierto tiempo, Servantino tuvo una corazonada. Y entonces trataba de no oír discurso alguno y luego preguntaba ¿què dijeron hoy en la plaza Central? y una vez que le respondìan preguntaba ¿quièn lo dijo?
Dejaba pasar unos días y luego cuando sucedìan las cosas que èl temìa que pasaran, buscaba en su bloc de notas y marcaba unas señas. Inclusive, cuando intervenían algunos de los fogosos y también el alcalde, entonces preguntaba què había sido lo màs duro que cada quien había dicho y luego, al igual que cuando intervenía uno solo, marcaba con señas la relación entre el interviniente y los hechos que inexorablemente se verificaban.
Pasaron tres largos meses que el mismo Servantino se concedió para constatar lo que desde hacìa tiempo ya se le había presentado como una feroz coincidencia.
Lo de los fogosos resultaban pobres amenazas o malos augurios, aaunque en su momento resultasen los màs rechazados. El alcalde, no pocas veces de aspecto bonachón y una sonrisa fluida, hasta reputada como angelical por señoras del lugar, hablaba con cierta parsimonia, mucha elegancia y calidad en el lenguaje.
Esas circunstancias determinaban que lo que posteriormente a sus alocuciones inexorablemente se producía, parecía nada màs que una coincidencia.
El àngel de Servantino, observando al àngel perverso del alcalde, supo entonces cuàl era el origen de los males que aquejaban al pueblo.
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