Tras la huella de la soldada soviética.(cuento)
Clinsina Clais es una mujer hermosa. Las válvulas invisibles que en los ojos de toda mujer se abren para evidenciar la urgencia del amor, son en ella de apariciones escasas pero profundas.
Me tocó someterme a esa evidencia una mañana en el tribunal donde ella trabajaba. Me aprisionó contra la parte trasera del ascensor y me descargó un beso que tenía lo olímpico del atrevimiento ante tantos otros funcionarios como ella.
Tanto fue así, que en la noche de ese mismo día, abreviando fórmulas o explicaciones, me sometió a la expiación de un preservativo.
Luego nos quedamos rendidos. En una de esas jugadas inexplicables de los sueños, esta vez lo hice recordando una película soviética llamada “El 51”. Narraba la historia de una soldada que se enamora de un soldado enemigo a quien perseguía para matar. Específicamente, ella tenía la misión de hacer cacería de esos adversarios. Al momento de conocer a su amado acumulaba cincuenta muertes. Le llegó el día de abandonar su obra ante el amor que le proporcionaba aquel soldado solitario, con quien se revolcó una y otra vez en cualquier sitio. Pero, al final, pudo más el deber que el amor y también lo mató. Ese fue el cincuenta y uno.
Dejé de ver a Clinsina Clais por poco más de una semana. Cuando la reencontré estaba exhausta y caminaba pesadamente sobre los expedientes penales de su despacho. Se me ocurrió pensar – de verdad que me causó gracia esa locura – que estaban tras la huella de la soldada soviética.
Tanto fue así, que en la noche de ese mismo día, abreviando fórmulas o explicaciones, me sometió a la expiación de un preservativo.
Luego nos quedamos rendidos. En una de esas jugadas inexplicables de los sueños, esta vez lo hice recordando una película soviética llamada “El 51”. Narraba la historia de una soldada que se enamora de un soldado enemigo a quien perseguía para matar. Específicamente, ella tenía la misión de hacer cacería de esos adversarios. Al momento de conocer a su amado acumulaba cincuenta muertes. Le llegó el día de abandonar su obra ante el amor que le proporcionaba aquel soldado solitario, con quien se revolcó una y otra vez en cualquier sitio. Pero, al final, pudo más el deber que el amor y también lo mató. Ese fue el cincuenta y uno.
Dejé de ver a Clinsina Clais por poco más de una semana. Cuando la reencontré estaba exhausta y caminaba pesadamente sobre los expedientes penales de su despacho. Se me ocurrió pensar – de verdad que me causó gracia esa locura – que estaban tras la huella de la soldada soviética.
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