La única norma del amor es que no tiene normas.


Te envío estas notas, mujer, donde quiera que estés. Casi todos los días, de lunes a viernes, y algunos sábados por la mañana también, camino indiferente por lo que una vez fue el piso o el patio de la bella y vieja casona de tus primos orientales, sí, aquella casona donde también trajiné incansablemente los caminos dificultosos que conducían a la aceptación del amor que te proponía.
Pero basta que llegue la Navidad y suene aunque sea lejano un villancico, para que entonces estés tú allí, hermosa, arrogante, perfumada, arrastrándome a ese ejercicio que en mi caso personal era el de desgraciar los efluvios del tocadiscos. Total, para evitar que alguien me tumbara mi china.
¿La pasamos bien ese par de años, no? Gracias. Es del azar que después te hayan clavado par de banderillas, faena y certera estocada. El amor es así. Pero fíjate, algo siempre queda. Ahí está un trocito de cerámica de la vieja casona y desde ahí reconstruyo la casa, el pasillo, los latidos del corazón, la música y..., por supuesto, ese afán que lo mueve todo.

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