El abogado de la calle sucia.




A veces, en alguna parte sucia de la acera o de la calle, siento el sonido que producen mis zapatos cuando se separan de aquella melcocha de años, de aquel trajín de mercaderes de frutas y hortalizas, restos de comida o de bebidas, vómitos y orín de borrachos, y quién sabe cuántas cosas más, reafirmadas cada mañana cuando del camión del Aseo Urbano bajan a toda prisa los recolectores de basura, diciendo procacidades y al llevar en círculo el pipote repleto, botan por lo menos una cuarta parte. Es la calle, una de las calles de los tribunales, seguramente las que más conozco de mi ciudad, las que pateo cada mañana de cada día, de cada semana, mes y año para ganarme la vida. Son las calles de la justicia.
En los edificios que están junto a esas calles están los seres humanos que la imparten. En alguna ocasión he caído en cuenta que en los pisos limpios y recién pulidos del tribunal quedan las huellas de mi zapato, del zapato que nace en la calle maloliente y amelcochada, y que sube a pedir justicia. Hago lo que tengo que hacer y vuelvo sobre mi laberinto, eso es, regreso sobre mis propias huellas. Las de cada día, en aquel silencio lúgubre, desanimado, infértil, inicuo y abúlico. Bajo, camino otra vez sobre la masa fétida pero al menos puedo estirarme, llevar la cabeza lo más alto que puedo y encontrar un poco de aire limpio bajo el cielo abierto.

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