CUENTOS DE FEOS Y FEAS





Erasmo es un hombre ya entrado en años cuya vitalidad, no cónsona con su adicción a los víveres y los “béberes”, debe seguramente provenir de un profundo sentido del humor.
Me lo consigo en un centro comercial cuando ya están a punto de abrir un bodegón y me cuenta que, antes de salir de su casa, su esposa, como siempre, le preguntó para dónde iba y él como siempre le contestó que para el bodegón. Solo que esta vez ella se molesta y le dice que eso no es sino un simple “bar de mala muerte”. Él le pide respeto para su bodegón, alegando que él respeta sus citas con el salón de belleza donde acude cada sábado. A mí, por lo menos, me venden cervezas, dice él que concluyó la conversación y se vino.
Este mismo personaje es el de la mañana de un sábado de hace unos cuantos años atrás. Fingiendo gran preocupación para preparar el terreno y salirme con una de las suyas, me dice que tiene un gran problema, que de seguro se va a ver envuelto en un lío y que es posible que lo persigan, pero que él ni se va a esconder, ni se va a asilar en una embajada ni va a meter recurso de amparo ni nada por el estilo.
Le pregunto a Erasmo - cuyos atributos físicos él mismo señala que no son de los mejores (le dicen “cara é candao”) – cuál es el problema que lo aqueja y me contesta que si me parece poco que por allí anda circulando una canción que pregona que van a eliminar los feos. Y ya muerto de risa, me expresa que él no va a pelear eso y se va entregar voluntariamente.
Francisco Russo – quién siempre alegó que él no entendía cuál era esa fobia de la prensa con los Russo, si ellos eran unos carupaneros tranquilos – fue juez muchos años, hoy ya jubilado. En uno de los tribunales por los cuales pasó, tenía a la entrada del mismo a una escribiente jovencita bella y elegante.
Los abogados entraban y volteaban hacia donde ella estaba, la saludaban con cariño y se esmeraban en tratarla muy bien, pero la joven, nada que ver, puro hielo, apenas si mascullaba un saludo seco sin verlos al rostro.
Francisco fue depositario de innumerables quejas sobre la actitud de la ácida escribiente. ¿Cómo puede trabajar en el poder judicial una persona tan antipática y mal educada?, dice él que le reclamaban a cada rato.
Un día no aguantó más quejas. Un abogado, de esos que usan un maletín y se dan con él unos golpecitos nerviosos en las piernas, le reclamó la actitud de la escribiente. El juez, muy cordialmente, le respondió al reclamante: “Sí, es verdad, yo me he fijado que ella de casualidad saluda y nada más, ni los ve, ni les responde otra cosa. Pero también me he fijado que la vejucona fea que está enfrente de ella, saluda con cariño a todos los abogados, les pregunta de todo y hasta les tira besitos, y ustedes ¡como muertos ¡”

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