Yo juraba que era un buen padre.

Tengo siete hijos, cuatro hembras y tres varones, que considero más bien mis amigos. Hablamos de lo que sea sin restricciones. Compartimos muchas cosas. Algunos hasta tienen la ocurrencia de hablar de sus cosas primero conmigo que con sus madres. Juego con ellos hasta cosas infantiles. Les doy todo lo que puedo. Viajamos. Los oigo con atención y proveo soluciones. Sigo sus estudios. Les comunico el arma de la constancia, que ha sido la mejor que he tenido. En fin, creo que me debía sentir muy contento de mi rol hasta que...
Hasta que llegaron las elecciones del 26 de septiembre. Durante los días precedentes, mientras se esperaban los resultados y en los días posteriores, los tres más pequeños no entendían aquella alharaca, por qué tanto empeño, cuál era la razón de aquella vehemencia, qué sentido tenía la violencia, en fin tantas cosas.
Tuve que convertirme ràpidamente en un profesor improvisado de democracia. Eso les expliqué. Les hablé de la amargura de la dictadura de Pérez Jiménez, la cual yo conócí hasta los 12 años. Les hice ver lo que ellos disfrutaban de la vida, que mucha gente no disfrutó en esa dictadura. Les conté de perseguidos y torturados solo por pensar u opinar distinto. Les recordé que no se podía ni siquiera echar chistes del gobierno. En eso pasé un buen rato. Se quedaron enmudecidos y creo que hasta pudieron dudar de la veracidad de lo que les dije.
Luego, entendieron lo que ellos tenían y disfrutaban gracias a los precursores de la democracia y que por nada del mundo debían perderlo nunca.
No había cumplido mi rol de pdre a cabalidad hasta ese día. Pero estamos a tiempo y cada quien debe hacerlo con sus hijos. Es el mejor aporte para la democracia. Se fortalecerá y expandirá. Y eso es irreversible.

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