Cuentos de corruptos.



Hubo un periodo largo de mi vida en el que concurría a tertulias muy interesantes sobre política y temas jurídicos o sociales. Por allí desfilaron personas de todas las profesiones y oficios, parlamentarios, jueces, comerciantes y futuros gobernadores.
Uno de los participantes en ellas era un ciudadano de malísima reputación en la conducción de su oficio público, disimulador inteligente de los beneficios obtenidos en él, pero con un talento histriónico y una simpatía sencillamente desbordantes.
Cuentan que el hombre diseñó a través del tiempo unos mecanismos muy rigurosos para ocultar sus bienes inmuebles. El dinero de sus cuentas era apenas el de su sueldo. Nada de vehículos costosos ni de veleros, ni de acciones en clubes de millonarios, ni ostentación en los sitios de comida y tragos. Supongo que esos recursos estarían bien resguardados hasta que algún día, ya retirado, nadie supiera de él y los podría disfrutar a sus anchas.
Aún así tenía que haber un constante flujo de dinero efectivo, digamos que a título de ahorro mientras se acumulaba una cantidad para invertir y la que fuese necesaria para procurarse placeres clandestinos. Ese dinero en billete contante y no sonante, (los fajos de billetes no suenan), parece que iba a parar bien embalado a eso que llaman el subsuelo. Lo enterraba, pues.
Nunca se imaginó nuestro acaudalado funcionario de nómina, que un reportaje científico de “El Nacional”, aparecido un domingo de hace varios años en sus páginas culturales, iba a ser el causante de muchos de sus dolores de cabeza.
Informaba el diario en referencia que en el subsuelo inmediato a la superficie se podían producir significativos desplazamientos de tierra sin que ello se notase. La información iba adornada con una serie de explicaciones y conclusiones técnicas.
No más leer esto, nuestro corrupto se imaginó que sus botijuelas de “cobres” podían correrse hasta la casa del vecino y más allá. No descartó la posibilidad que un día, haciendo un hueco para sembrar un árbol frutal u ornamental, el vecino se hallaría semejante botín.
Debe haberse imaginado que para celebrar el hallazgo, lo invitara con su propio dinero a tomar dieciocho años y comer salmón ahumado, y él sin poder decir nada.
¡Que sufrimiento debe haber sido ese!
Pensar que los reales no están seguros ni siquiera enterrados y que quizás la naturaleza misma se encarga de desaparecerlos cuando son mal habidos.

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